sábado

Clásicos de Hoy y de Siempre

Centauros del desierto, John Ford (1956) Si hay una puerta célebre en la historia del cine, es la que abre Centauros del desierto (The Searchers, 1956), del maestro John Ford. Mientras aparecen los títulos de crédito, impresos sobre un muro de ladrillo, se escucha en off la canción de Stan Jones, The Searchers, cuyos versos comienzan a dar pistas sobre el contenido de la película. “What makes a man to wander? What makes a man to roam? What makes a man leave bed and board? And turn his back on home? Ride away... ride away... ride away...”[1]. Sobre un fondo negro aparece el rótulo Texas 1868. Desde la oscuridad siguiente, que se corresponde con el interior del rancho Edwards, una mujer abre la puerta desde dentro y la luz que penetra en la pantalla deja ver un territorio inhóspito. La mujer, Martha Edwards (Dorothy Jordan), en un hermoso contraluz del atardecer, ve acercarse a un solitario jinete, que no es otro que su cuñado Ethan (John Wayne), que vuelve tras varios años de lucha, en la guerra de Secesión primero, y en las guerras contra los indios después.
Así se inicia la película, y el hermoso recurso de la puerta se transforma en metáfora cuando el film se cierra, de manera simétrica, con otra puerta, reforzando el sentido circular de la trama. Sentado en la mecedora, Mose Harper (Hank Worden) contempla desde el porche de los Jorgensen, la llegada Ethan, Martin (Jeffrey Hunter) y Debbie (Natalie Wood). Ethan entrega a su sobrina, rescatada de los indios, a los Jorgensen. De nuevo, como al inicio, la perspectiva se sitúa en el interior de la vivienda y vuelve a sonar el tema The Searchers. La alegría del resto de los personajes por el reencuentro y el feliz desenlace contrasta con el sombrío semblante de Ethan. Los personajes, reencuadrados por el marco de la puerta, van entrando poco a poco al interior del hogar. Afuera queda Ethan, siguiéndoles con la mirada. Lentamente posa su mano izquierda en el brazo derecho[2]. Al cabo de unos instantes da media vuelta y comienza a caminar en dirección contraria a la casa acompañado de unos versos diferentes de la canción inicial: “A man will search his heart and soul, go searching way out there. His peace of mind he knows he’ll find but where, O Lord. O where? Ride away... ride away... ride away”[3]. La puerta de los Jorgensen se cierra y la pantalla vuelve a quedarse sumergida en la oscuridad. Entre estas dos puertas transcurre la gran búsqueda a la que hace referencia el título original de la película. Una búsqueda material centrada en el rescate de dos mujeres raptadas por los indios comanches y otra espiritual, la del lugar de cada uno en el contexto que le ha tocado vivir. También es el epílogo de una forma de vida que Ford admiraba profundamente y que estaba a punto de extinguirse. No hay lugar para el hombre del Oeste, el cowboy, dentro de la sociedad. Este es, por definición, un outsider y su destino es seguir cabalgando en solitario hacia el horizonte. Condenado a vagar eternamente, sin redención posible, siguiendo la senda de la espectral figura de Shane (Raíces profundas, George Stevens, 1953).
Hay imágenes de tal fuerza evocadora que mientras las (ad)miras cambia la atmósfera que te rodea, el mundo tal y como lo conocemos desaparece y los sentidos se embriagan ante la maravilla que nos es mostrada. Como si percibiéramos que estamos ante un momento único. Me ocurre ante la resurrección de Inger cada vez que veo Ordet (Carl Theodor Dreyer, 1955), y también cada vez que se abre la puerta del rancho de los Edwards. No importa cuantas veces se haya visto la película, cada vez que se abre esa puerta, se obra la maravilla y le siguen 116 minutos de gozo permanente. Hasta que se cierra la puerta del rancho Jorgensen y la oscuridad deja paso a la realidad. Dice Manuel Rivas que “si asociamos la puerta con el ojo humano, este filme, medido en intensidad, equivale a un parpadeo decisivo. Esas puertas dan paso a otra forma de ver. Es, desde luego, una vuelta de tuerca para el western, pero que trascience el género porque su revolución óptica no atañe sólo a aspectos formales sino también a una cuestión medular: el enfoque de un héroe y la visión del otro, del “enemigo”. Y así, ocurre con Centauros del desierto lo que con esos parpadeos en la historia de la mirada humana que convenimos en denominar clásicos. Que son de largo efecto. Que contienen tanta belleza como perturbación”[4].

[1] “¿Qué impulsa a un hombre a ir errante? ¿Qué impulsa a un hombre a viajar sin rumbo? ¿Qué impulsa a un hombre a abandonar lecho y mesa y dar la espalda al hogar? Cabalga sin destino... cabalga sin destino... cabalga sin destino...” En Coma, Javier. Centauros del desierto/Cantando bajo la lluvia. Libros Dirigido, Barcelona, 1994.
[2] En homenaje al fallecido actor Harry Carey, cuya esposa e hijo participaban en el film. Harry Carey fue un actor muy popular durante la primera época del cine y protagonizó decenas de westerns a las órdenes de John Ford durante la etapa silente. Uno de sus gestos característicos consistía en cogerse el brazo derecho con la mano izquierda de la forma que imita John Wayne en la película.
[3] “Un hombre explorará su corazón y su espíritu, buscará una salida en el camino. Sabe que hallará su paz interior, pero ¿dónde, Señor, dónde? Cabalga sin destino... cabalga sin destino... cabalga sin destino.” Ídem.
[4] Rivas, Manuel. El Ulises del Oeste. Diario El País, Madrid, 2005

Otra gran película clásica,
elástica y plástica
presentada por

Pussy Deluxe

(plástica, elástica y de chachara)

2 comentarios:

lord velasco dijo...

Nadie se anima por aquí a comentar este estupendérrimo post sobre una de las mejores pelis de Ford y, desde luego, la más mítica. Hace una eternidad que no veo Centauros del desierto y me gustaría volver a verla y disfrutar otra vez de Ford.

Pussy dijo...

Gracias Lord. Eres el único que entiende que malo es pedir pero peor es amenazar...

Me pregunto si algún día nuestro Hombre de las gafas encontrará el tiempo necesario para dejar de darle al critiqueo y actualizar este blog