“Los abrazos rotos”: Pedro Almodóvar el Grande.
Por Lord Velasco (el Católico)
Si la memoria no me falla, la primera vez que un mapa de España forma una parte importante del decorado de una película de Almodóvar fue en una de las escenas más importantes de “La flor de mi secreto”, aquella en la que Leo tiene una trifulca-confesión con su marido. Incluso el propio Almodóvar le dedica una justificación a ese detalle en el relleno que acompaña su libro “Patty Diphusa”. Hasta entonces, el reino de Almodóvar tenía como centro absoluto Madrid y fuera de éste sólo existía una entelequia llamada pueblo donde se dirigían, como si fuera el paraíso perdido, algunos de los personajes de su cine (como la abuela de “¿Qué he hecho yo para merecer esto!” o la madre de Leo en “La flor de mi secreto”). “Mujeres al borde de un ataque de nervios” supone la consagración internacional de su autor quien, desde entonces, está considerado como el embajador de la cultura española en el mundo y como su máximo exponente: una suerte de heredero de la esencia artística española en clave postmoderna. No deja de ser curioso que Madrid siga presidiendo el reino de Almodóvar al mismo tiempo que sus ficciones han ido conquistando otros terrenos: Barcelona aparece citada en las paraolimpiadas de “Carne trémula”, en los diálogos y en las fotografías de “Volver” y “Los abrazos rotos”, en el libro que lee Enrique Goded en “La mala educación” y consagrada, claro está, en “Todo sobre mi madre”. La cámara de Almodóvar ha salido de Madrid, cosa que rara vez sucedía en sus películas de los 80, para filmar distintos puntos de la geografía de España: La Mancha, Valencia, Galicia y, ahora, Lanzarote. Es como si Almodóvar fuera totalmente consciente de su papel de embajador español en el mundo.
Ese mapa del país, junto a la imaginería católica tan recurrente de su cine y el interiorismo pop de sus decorados, que ha hecho que los sagaces coolhunters con los que se rodea se fijen en objetos que ahora están tan a la última como las colecciones de robots metálicos o el cohete de Tintín, son tan importantes en el paisaje de Almodóvar como los mismos personajes de sus relatos, que en “Los abrazos rotos” vuelven a transitar los laberintos de la pasión y vuelven a estar sujetos, una vez más, a la ley del deseo.

Si el arte es el milagro capaz de convertir la representación en la vida, ¿qué decir de la representación dentro de la representación?. Se trata de una vida duplicada, todavía más intensa. Algunos de los momentos más hermosos y más emocionantes del cine de Almodóvar tienen que ver con esa idea de la representación dentro de la propia película: el número musical de Yolanda Bell, por ejemplo, que sobrecoge el amor de la abadesa Julia en "
Entre tinieblas"; el peso de “
La voz humana” en “
La ley del deseo”, el rodaje de Máximo Estrella en “
Átame” o los ballets de Pina Bausch en “
Hable con ella”. Quizá el inicio más escalofriante de toda la obra de Almodóvar sea el que abre
“¿Qué he hecho yo para merecer esto!”, donde la cámara se pasea entre los furgones de un rodaje de cine para apresar el paso de un ama de casa torturada, Gloria, sin duda uno de los grandes personajes de su filmografía. ¿Es “
¿Qué he hecho yo para merecer esto!” una entera representación de principio a fin y eso explicaría que, a pesar de sus altibajos, sea la película más conmovedora de Almodóvar?.
En “Los abrazos rotos” ese recurso de la representación vuelve a protagonizar los mejores momentos de la película: no me refiero al trasunto de las “Mujeres al borde de un ataque de nervios” que constituye el rodaje de “Chicas y maletas” (Almodóvar, que es un vampiro y ha homenajeado todo lo que en el cine ha habido, ha terminado por hacerse un homenaje a sí mismo). Me refiero a las escenas que protagoniza la lectora de labios (estupenda Lola Dueñas), cuyas palabras destaparán la tragedia de los abrazos rotos. Una vez más, aparecen la pasión y sus problemas. Siempre bajo la óptica de Pedro Almodóvar.

Lord Velasco dixit.